lunes, 19 de agosto de 2013

LOS LIBROS EN LA HOGUERA



La lección alemana de Hitler sería replicada en América Latina en la década de 1970 y el primer país donde se puso en práctica fue en Chile. Luego del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 contra el gobierno de Salvador Allende, la dictadura asesina de Augusto Pinochet aparte de masacrar, torturar y perseguir con saña a quienes habían apoyado a la Unidad Popular, inició un proyecto de “reconstrucción cultural”, que tenía como misión principal “extirpar” las ideas revolucionarias del alma de los chilenos, especialmente de los jóvenes. La dictadura se declaró antimarxista y persiguió todo lo que considerara relacionado con el marxismo, en donde se incluían libros, revistas y periódicos.



LOS LIBROS EN LA HOGUERA


Por Renán Vega Cantor


“[…] el fuego destruye todo, libros incluidos, pero nunca puede destruir los sentimientos, el saber y la Memoria”. Mempo Giardinelli

Quemar libros en forma premeditada indica el grado de barbarie a que puede llegar una sociedad, como se evidenció en diferentes momentos del siglo XX, algunos de los cuales son evocados en este artículo. Es importante rememorar los pormenores de este crimen cultural ahora que se han cumplido 80 años de la masiva combustión de obras escritas en la Alemania nazi y 35 años de la quema de libros en Bucaramanga por parte de un furibundo inquisidor católico que ahora ocupa una alta posición en el Estado colombiano.

Alemania: bibliocausto nazi

El 30 de enero de 1933 Adolf Hitler fue proclamado como Canciller de Alemania y pronto se vieron las consecuencias “culturales” de esta designación. El 4 de febrero se dictó una ley para la Protección del Pueblo Alemán que restringió la libertad de prensa y precisó las normas que permitirían requisar el material impreso que fuera considerado como peligroso. El 5 de febrero fueron atacadas las sedes del partido comunista en varias ciudades de Alemania y se destruyeron sus bibliotecas. El 27 de ese mismo mes fue incendiado el Parlamento, El Reichstag y se quemaron todos sus archivos.

Uno de los principales lugartenientes de Hitler era Josef Góbbels, designado el 1 de abril de 1933 como ministro de Propaganda, quien se dio a la tarea de “purificar” la educación y la cultura alemana. Como parte de esa “limpieza cultural”, el 8 de abril dirigió un memorándum a las organizaciones estudiantiles de los nazis en donde remarcaba la urgencia de destruir los libros peligrosos, que se encontraran depositados en las bibliotecas. A finales de marzo se inició la quema de libros, lo cual prosiguió durante todo el mes de abril en algunos lugares del país, aunque estos hechos todavía eran algo aislados

El verdadero bibliocausto empezó el 5 de mayo, cuando en la ciudad de Colonia los estudiantes de la Universidad ocuparon la biblioteca y seleccionaron los libros de autores judíos y comunistas y luego los incendiaron. Esto anticipaba lo que vendría inmediatamente después, puesto que el día 10 de mayo se programó una multitudinaria reunión con el objetivo de efectuar una quema pública de libros. En la ciudad de Berlín, los estudiantes de la Universidad Wilhelm Von Humboldt recogieron unos 25 mil libros prohibidos y les prendieron fuego en la Plaza de la Opera, gritando consignas “contra la clase materialista y utilitaria” y “por una comunidad de Pueblo y una forma ideal de vida”. Joseph Goebbels en persona presidía el macabro evento y para darle relieve al acontecimiento pronunció un discurso en el que anunciaba los motivos de la “heroica acción” contra los libros. Sin rodeos sostuvo que “la época extremista del intelectualismo judío ha llegado a su fin y la revolución de Alemania ha abierto las puertas nuevamente para un modo de vida que permita llegar a la verdadera esencia del ser alemán”. Señaló que “durante los pasados catorce años Uds., estudiantes, sufrieron en silencio vergonzoso la humillación de la República de Noviembre, y sus bibliotecas fueron inundadas con la basura y la corrupción del asfalto literario de los judíos”. Según él, esa situación se tornó intolerante y por eso “la juventud alemana ha reestablecido ahora nuevas condiciones en nuestro sistema legal y ha devuelto la normalidad a nuestra vida [...] Uds. están haciendo lo correcto cuando Uds., a esta hora de medianoche, entregan a las llamas el espíritu diabólico del pasado [...] El anterior pasado perece en las llamas; los nuevos tiempos renacen de esas llamas que se queman en nuestros corazones [...]”i.


Se quería borrar el pasado y la memoria, para construir sobre sus ruinas el Tercer Reich, que se pretendía iba a durar mil años. Por ello, en la hoguera se encontraban las obras de grandes pensadores que habían enaltecido al arte, la ciencia, la política y el conocimiento. Allí ardieron libros de Carlos Marx, de Sigmund Freud, Heinrich Mann, Emil Ludwig, Eric Marie Remarque, Heinrich Heine, Bertolt Brecht, Stefan Zweig, Emilio Zola, H.G. Wells, de un total obras que correspondían a unos 5.500 autores de Alemania y otros países del mundo. Al unísono, en otras 22 ciudades de Alemania se quemaban libros y durante ese trágico mes de mayo millones de libros fueron devorados por el fuego, en medio de la celebración histérica de una juventud enceguecida por el odio sectario contra toda obra escrita que fuera considerada como judía, comunista o antialemana.

Heinrich Heine, un poeta decimonónico de Alemania, cuyas obras también fueron consumidas por el fuego nazi, había dicho en 1821 que allí “donde los libros son quemados, al final también son quemados los hombres”. Esta predicción resultó terriblemente cierta porque antes de que, literalmente, empezaran a ser asados los seres humanos, primero se fundieron los libros que fueron “el conejillo de indias” de los hornos crematorios que vendrían después. Primero se calcinaron los papeles en las hogueras públicas y luego los cuerpos de hombres y mujeres en los campos de concentración.

La “lección alemana” de Hitler, que tendría un gran alcance durante todo el siglo XX, se basaba en el presupuesto que la “purificación” de un país debería comenzar por la eliminación física de los productos culturales que se definían como inmorales y “corruptores” del espíritu de un pueblo. Algunos autores habían entendido claramente el impacto que traería el nazismo sobre los libros, tal y como lo anticipó el escritor Joseph Roth, quien desde antes del ascenso de Hitler había anunciado: "Van a quemar nuestros libros". Y en efecto sus obras también fueron destruidas y el autor se vio obligado a huir y exiliarse en París en donde moriría en 1939.

Chile, 1973: pinochetazo a los libros

La lección alemana de Hitler sería replicada en América Latina en la década de 1970 y el primer país donde se puso en práctica fue en Chile. Luego del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 contra el gobierno de Salvador Allende, la dictadura asesina de Augusto Pinochet aparte de masacrar, torturar y perseguir con saña a quienes habían apoyado a la Unidad Popular, inició un proyecto de “reconstrucción cultural”, que tenía como misión principal “extirpar” las ideas revolucionarias del alma de los chilenos, especialmente de los jóvenes. La dictadura se declaró antimarxista y persiguió todo lo que considerara relacionado con el marxismo, en donde se incluían libros, revistas y periódicos.

Desde un primer momento procedió a destruir las editoriales de izquierda, con lo cual eliminaba uno de los proyectos centrales del gobierno de Allende, que había fundado en 1971 la Editorial Quimantú (una palabra indígena que significa Sol del Saber). Esta empresa producía libros a bajo precio y durante sus dos años de existencia publicó 250 títulos, que en total sobrepasaron los diez millones de ejemplares, y llegó a editar 500 mil libros al mes. Fue un proyecto encaminado a llevar la literatura y el pensamiento a los más pobres de Chile, como lo recordaba años después Joaquín Gutiérrez, su director: “La gente andaba con sus libritos en la mano para leer en los buses. Era muy lindo el cariño que se despertó en los trabajadores por la cultura [...] Logramos cambiar socialmente el panorama del libro, porque hasta ese momento era privilegio de una elite”ii.

En el momento del golpe se encontraban en las bodegas de Quimantú miles de ejemplares y otros tantos estaban en proceso de elaboración. La jauría militar allanó la sede de la editorial y guillotinó las obras completas del Che Guevara, junto con miles de libros de muchos autores, y no solamente marxistas. Como para mostrar el sentido que tenía este crimen cultural, la televisión lo transmitió a todo Chile, con el sentido de aterrorizar a escritores, intelectuales, estudiantes y pensadores que fueran de izquierda y tuvieran alguna relación con el gobierno de la Unidad Popular. La destrucción de libros no fue un exceso de las primeras horas del cruento golpe de Estado, sino una acción planificada porque cuando fueron allanadas las sedes de los partidos de izquierda se prendió fuego a los materiales bibliográficos que allí se encontraban. Eso sucedió con las oficinas del Partido Socialista que fueron derrumbadas a cañonazos y quemados los impresos que allí se encontraban. A su vez, desde las ventanas del cuarto piso de la sede del MAPU, los militares lanzaban a la calle miles de libros.

La destrucción de libros prosiguió durante las primeras semanas del golpe. Por ejemplo, el 23 de septiembre fue ocupada la Remodelación San Borja, un conjunto habitacional que había sido construido hacia poco tiempo. El allanamiento duró 14 horas y durante ese tiempo se atizó una hoguera con libros y panfletos políticos. Allí se quemaron miles de libros de filosofía, política, sociología, historia, literatura, de autores de América Latina y del resto del mundo. Todo lo que se considerara como marxista o cercano terminaba en la hoguera.

El historiador uruguayo Carlos Rama, quien presenció en forma directa estos viles acontecimientos, relató que los allanamientos se repitieron miles de veces a lo largo de todo Chile: “Los soldados allanan las casas, examinan la documentación de sus habitantes y revisan por si tienen armas y libros. Si los tienen, y eso es normal en un país como Chile, toman todos los que digan en la tapa Marx o Lenin (aunque sea para refutarlos...), las revistas y diarios favorables al gobierno de Allende (aunque no sean marxistas) y todo cuanto se había impreso sobre el fascismo, y lo queman”.

En estas condiciones, el solo hecho de tener libros se convirtió en un delito a los ojos de los “cultos” militares que aniquilaban el tejido democrático de la sociedad chilena. Esto generó como mecanismo de sobrevivencia la autocensura, porque profesores, estudiantes, profesionales, empleados y obreros se vieron obligados a destruir sus propias bibliotecas, con lo cual se consumaba el genocidio bibliográfico que hizo retroceder a Chile en materia cultural varias décadas con respecto a los avances logrados durante la Unidad Popular, porque como lo decía el mencionado historiador: “El pequeño avance conseguido en los últimos tres años en materia de cultura de masas, libros populares, bibliotecas al alcance de los obreros y los jóvenes. Todo eso está perdido”.

Carlos Rama concluía su dolorosa crónica sobre la quema de libros en Chile afirmando que si hasta el golpe de Pinochet “no conocíamos el caso de la persecución a los libros y la quema de bibliotecas, era por la razón muy obvia que no teníamos muchos libros para destruir, y recién ahora comenzamos a tenerlos, y por tanto algunos a temerlos. ¿Estaremos condenados a otros cien años de barbarie analfabeta?”iii.

En Chile, por lo visto en los últimos 40 años de retroceso educativo, escaza producción literaria y poca reflexión intelectual crítica, se puede decir que se impuso esa barbarie analfabeta propia del capitalismo neoliberal, en realidad uno de los objetivos perseguidos por Pinochet, y sus secuaces militares y civiles.

Argentina 1976: golpe a los libros

La dictadura que se instauró en Argentina en marzo de 1976 alcanzó unos impresionantes niveles de brutalidad. No sólo masacró y desapareció a miles de jóvenes, sino que además emprendió una “reconstrucción cultural” de la nación. Como parte de dicho proyecto se prohibió la lectura de una amplia gama de autores, los que fueran considerados como subversivos, comunistas o peronistas. Los militares-inquisidores enseñaban a los padres la forma cómo debían vigilar lo que leían sus hijos, para detectar la infiltración marxista en las escuelas, como se registraba a comienzos de 1977 en un artículo con instrucciones precisas para captar dicha infiltración: "Lo primero que se puede detectar es la utilización de un determinado vocabulario, que aunque no parezca muy trascendente, tiene mucha importancia para realizar ese transbordo ideológico (sic) que nos preocupa. Aparecerán frecuentemente los vocablos: diálogo, burguesía, proletariado, América Latina, explotación, cambio de estructuras, compromiso, etc.”. También indicaba que la subversión educativa utilizaba “otro sistema sutil”, que consistía en “que los alumnos comenten en clase recortes políticos, sociales o religiosos, aparecidos en diarios y revistas, y que nada tienen que ver con la escuela”. De la misma forma, “el trabajo grupal que ha sustituido a la responsabilidad personal puede ser fácilmente utilizado para despersonalizar al chico. Estas son las tácticas utilizadas por los agentes izquierdistas para abordar la escuela y apuntalar desde la base su semillero de futuros combatientes". Por supuesto, al final del artículo se sugería a los padres que debían “vigilar, participar y presentar las quejas que estimen convenientes"iv.

Como parte del proceso de reconstrucción de la nación argentina en que se embarcó la junta militar no sólo se transformaron los programas educativos, sino que se censuraron autores y libros, catalogados como subversivos, y se procedió, como en Alemania y Chile, a quemar los libros y, cuando pudieron, a encarcelar, matar, exiliar o desaparecer a sus autores. El 29 de abril, un mes después del golpe, se quemaron los primeros libros en la ciudad de Córdoba, donde los militares hicieron una fogata con obras de Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Julio Cortázar, Pablo Neruda, entre otros. Luciano Benjamín Menéndez, el milico que dirigía tan “valerosa” acción de armas, pretendía que no quedara nada “de estos libros, folletos, revistas […] para que con este material no se siga engañando a nuestros hijos”. Y en forma perentoria señaló: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”v. Este siniestro personaje no decía nada original, porque simplemente reproducía lo mismo que habían afirmado Góbbels, Pinochet y otros inquisidores del siglo XX, a la hora de justificar la destrucción física de los libros.

Lo que decía este militar revelaba la magnitud del proyecto “intelectual” y “cultural” de los militares argentinos, dentro del cual había que incluir la destrucción de libros, un crimen cultural que se intensificó en los siguientes años. Así, el 27 de febrero de 1977 fueron echados al fuego unos 90 mil libros de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), uno de los más prestigiosos sellos de todo el continente y un objetivo apetecido por la dictadura y la extrema derecha de Argentina, debido a su rica y variada producción intelectual y académica. Antes del golpe de 1976, grupos de la extrema derecha ya habían procedido contra la editorial. El hecho más notorio se presentó en julio de 1974, cuando uno de estos grupos atracó a mano armada la imprenta donde se imprimían los libros de EUDEBA y al grito “¿dónde está El marxismo de Lefebvre?” procedió a prenderle fuego a una parte del material bibliográfico que allí se encontrabavi.

La quema más emblemática se efectuó el 26 de junio de 1980, cuando se lanzó a las llamas un millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina, un sello fundado y dirigido por Boris Spivacow, un matemático hijo de emigrados rusos y que antes había sido gerente de EUDEBA. El escritor Mempo Giardenelli recuerda ese trágico hecho: “Día frío y gris, pero no llueve. La acción en Sarandí, partido de Avellaneda, provincia de Buenos Aires. […] entran y salen camiones cargados de libros. Son veinticuatro toneladas de libros. En silencio, suboficiales, soldados y policías vacían lentamente el depósito bajo las escrutadoras severas miradas de oficiales del Ejército Argentino, algunos muy jóvenes”. En el hecho estuvo presente el propio Spivacow, quien vio cómo, en pocas horas, el fuego deshizo su labor editorial de muchos años de esfuerzo y dedicación. De esta manera se quemaban “años de saber, de cultura, de investigaciones, de sueños y ficciones y poesías. Y se quemó una parte esencial de la Argentina más hermosa, incinerada por la Argentina más horrenda y criminal”vii.

Como tener cierto tipo de libros ya era considerado un delito, una de las consecuencias más perversas de la censura y de la quema de literatura por la dictadura consistió en que la gente se veía obligada a deshacerse de sus libros y documentos personales, en muchos casos también por medio del fuego. Algo similar hicieron los editores que empezaron a quemar por su propia voluntad volúmenes que figuraban como peligrosos en la lista roja de los militares, con lo cual se impuso la autocensura y la autodestrucción bibliográfica. Desaparecieron editoriales críticas, independientes y de tradición de izquierda, y otras fueron diezmadas o transformadas a la fuerza. Como otro efecto de larga duración, las personas dejaron de leer en el transporte público, porque los militares consideraban que esa era una conducta típica de los jóvenes subversivos.

Colombia, 1978: un cruzado medieval redivivo

En el mismo momento en que las tenebrosas dictaduras de Seguridad Nacional quemaban libros en Chile y Argentina, en Colombia acontecía un hecho similar en el año de 1978. El 13 de mayo en la ciudad de Bucaramanga fueron calcinados en plaza pública libros y revistas, que eran catalogados por los organizadores de la acción inquisitorial como un desagravio a la “siempre virgen María”. La fecha escogida no era casual, porque ese es el “día de la Virgen”, y quienes convocaban a la hoguera bibliográfica se presentaban a sí mismos como cruzados medievales que con las llamas, atizadas con los libros, iban a purificar los espíritus de la población bumanguesa.

Para invitar al inquisitorial evento se difundieron volantes, que fueron pegados en sitios estratégicos de la ciudad, que portaban la firma de la Sociedad de San Pio X, entidad que estaba conectada con la tenebrosa Tradición, Familia y Propiedad. Uno de esos volantes decía en forma textual:

“La Sociedad de San Pio X y su órgano informativo EL LEGIONARIO INVITAN AL ACTO DE FE, en donde se quemaran revistas pornográficas y publicaciones corruptoras. Estos actos se realizaron el 13 de mayo, a las 8 de la noche en el parque de San Pio X, en desagravio a Nuestra Señora, la siempre VIRGEN MARIA, madre de Dios y madre nuestra. NOTA: Lleve Ud. periódicos, revistas o libros pornográficos para quemar”viii.

La noche indicada se reunieron unos cuantos fanáticos católicos que procedieron a incinerar libros de Carlos Marx, René Descartes, Friedrich Nietzsche, Víctor Hugo, Marcel Proust, José María Vargas-Villa, Thomas Mann, de Gabriel García Márquez, algunas revistas de educación sexual y una biblia protestante.




A diferencia de los casos antes mencionados en este artículo, lo de Bucaramanga no era un acto oficial, promovido por el Estado, sino un evento organizado por particulares. El asunto hubiera sido una anécdota trágica, que devela el sectarismo de ciertos sectores de la extrema derecha, si no es porque uno de los individuos que carbonizó libros con su propia mano en aquel sábado de mayo de 1978 se desempeña en la actualidad como Procurador General de la Nación. Ese personaje participó en ese crimen cultural, que estuvo acompañado del robo de textos de la biblioteca pública Gabriel Turbay. En una foto publicada en Vanguardia Liberal de Bucaramanga se observa, en primer plano, al citado individuo con un megáfono y tirando papeles a una hoguera.

A partir de este hecho, típico de la inquisición medieval, no sorprende que hoy la Procuraduría General de la Nación persiga y censure a todos aquellos que piensan distinto o disientan con las concepciones clericales del jefe del Ministerio Público. No es extraño que desde allí se respire el tenebroso aire confesional que tanto daño le ha hecho a este país y que fue el pan cotidiano de los colombianos durante la larga hegemonía conservadora (1886-1930) y durante los gobiernos de Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla (1950-1957) y que en estos momentos esté en marcha una campaña oficial contra las relaciones homosexuales y al aborto, al tiempo que se exonera, aplaude y premia a reconocidos criminales, algunos de los cuales han ocupado altos cargos burocráticos en el Parlamento y en otras instancias administrativas.

Que un individuo gris y mediocre haya pasado de quemar libros a ocupar uno de los más altos cargos del Estado indica en gran medida cómo es la Colombia actual, en la que no se necesita ninguna preparación intelectual, sino simplemente ser un inquisidor o un censor, con el mismo nivel de brutalidad y cinismo que caracteriza a los grandes medios de comunicación y que a diario someten al linchamiento público a todo aquel que no comulga con el orden establecido y/o piensa distinto. Esto es muy costoso en un país en guerra, como lo estamos, porque no sobra recordar que destruir libros genera pánico, ya que es un acto encaminado a intimidar y confundir a la gente. Por esta razón, quienes destruyen los libros saben el impacto que produce su miserable acción, porque cómo lo dice el venezolano Fernando Báez: “Los biblioclastas saben que, sin la destrucción de los libros y documentos, la guerra está incompleta, porque no basta con la muerte física del adversario. También hay que desmoralizarlo. Sin destruir los libros no se termina de ganar la guerra. Y una táctica frecuente consiste en suprimir los principales elementos de identidad cultural, que suelen ser los que más valor proporcionan para asumir la resistencia o la defensa”ix.

En conclusión, la guerra contra los libros forma parte de un proyecto retrogrado que pretende impedir que la gente piense, analice y reflexione sobre los problemas de su propia sociedad y del mundo, algo en lo cual la palabra escrita es fundamental. Ese ataque aleve a las obras escritas pretende también borrar la memoria de los pueblos y aniquilar sus experiencias de lucha, porque como lo decía el periodista argentino Rodolfo Walsh: "Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas". Además, la quema de libros es un intento por silenciar a aquellos autores incomodos, mediante el escarnio público, con la pretensión vana de que así se bloquea la circulación de las ideas “peligrosas” y se evita la “contaminación” de una sociedad, como lo ha hecho el atrabiliario personaje que hoy ocupa la Procuraduría General de la Nación en Colombia. Ojala que la revista en la que publicamos este artículo, no sea el próximo blanco de los Torquemadas criollos y no se le someta a la ardiente crítica de una crepitante hoguera alimentada de papel impreso, y atizada por el fuego del odio y la intolerancia de los cruzados medievales que nos acechan a diario.



(*) Artículo publicado en papel en la Revista Cepa No. 17 que empieza a circular en Colombia.


Notas:

i. Citado en Fernando Báez, El bibliocausto nazi, en http://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero22/biblioca.html


iii. Carlos Rama, La quema de libros en Chile, febrero de 1974, disponible en http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/aquello/revaquello071.htm


vLa Opinión, 30 de abril de 1976, citado en Dia de la Vergüenza del libro argentino en la Casa por la Memoria, enhttp://comisionporlamemoria.chaco.gov.ar/sitio/?p=1122
vi. Marcelo Mazzarino, La hoguera del miedo, en http://www.voltairenet.org/article136818.html
vii. Mempo Giardinelli, “24 toneladas de fuego y memoria”, Pagina 12, junio 26 del 2013.
viii. Citado en “El triste aniversario de la quema de libros”, en http://www.semana.com/nacion/articulo/el-triste-aniversario-quema-libros/342756-3
ix. Fernando Báez, “Sin destruir los libros no se gana la guerra”, en La Nación, abril 10 de 2005.


Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde, (4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; Neoliberalismo: mito y realidad; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; entre otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008. Su último libro publicado es Capitalismo y Despojo.











Publicado por LaQnadlSol
CT., USA.

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