lunes, 28 de noviembre de 2011

Manuel José Arce: De mis amigos

INTRODUCCIÓN


            Nuevamente la prosa poética de Manuel José Arce, del hombre y guatemalteco más noble del mundo, totalmente coherente entre lo que decía y hacía, nos conmueve y nos hace reflexionar sobre el verdadero sentido de la amistad y la lealtad. Su decepción sobre la hipocresía humana, sobre la falsedad, trasciende el resentimiento; el sentimiento incómodo ante una mala acción de los supuestos amigos. El poeta aprende una lección vital: reconocer, sin rencores, los que no son amigos y con quien no merece la pena tener ninguna relación. Luciano Castro Barillas.



DE MIS AMIGOS


            Hubo un tiempo que se me gastó la mano y la sonrisa de tantos amigos que tenía. Yo quería ser algo así como el gran amigo de todo el mundo. Creí que mi amistad era como una enfermedad contagiosa de la que había que contaminar a toda la gente. Y no sólo a la gente: a los animales, a las plantas, a las cosas.
         Hasta que un día me di cuenta que me ocurrían fenómenos extraños. Mi actitud provocaba reacciones imprevistas.
       Aquel hermoso perro al que quise hacer una caricia me mordió la mano.
          De milagro no me quebró las costillas aquel caballo que respondió con una coz la palmada cordial que le di en el anca.
         El clavelar me dejó caer un gusano de calentura cuando yo me incliné a poner abono cerca de sus raíces.
         Y los amigos. ¡Aquellos amigos por los que yo me hubiera dejado cortar la cabeza!  Aquella muchedumbre a la que yo servía en mi propia casa y en cuyo culto y alabanza invertía mis horas vitales.
        Un día escuché a uno maldecirme entre dientes, mientras se fumaba mi último cigarrillo.
       Otro día me golpeó uno en el ojo porque la comida de mi mesa le pareció pobre.
       Otra vez estuvo uno a punto de meterme a la cárcel porque mi camisa le quedaba estrecha.
            Otro más me odió porque lo defendí cuando lo golpeaban.
            Cuando me vieron sufrir me acusaron de masoquista.
        Cuando tuve que dedicarme a enterrar muertos para poder vivir, me acusaron de excéntrico.
           Cuando les mostré mis sueños y mis anhelos, se apropiaron de mi trabajo, me vieron con recelo y desconfianza, me acusaron de ladrón.
           Eran una peste aquellos amigos. Comían en mis platos y luego los destrozaban contra el suelo. Se orinaban en la alfombra de la sala. Combatían infatigablemente mi alegría. Me dejaban en casa cargamentos de miseria y podredumbre. Descargaban en mí todo su resentimiento, su envidia, sus microscópicas frustraciones de cada día.
            He renunciado a ellos.
            He renunciado a esa ampolla multitudinaria.
            Pocos amigos me quedan.
            Los de verdad, apenas.
           Los que tienen gesto, palabra y hechos de amigo. Los que tienen en la mirada, en la voz y en la mano una verdad que sabe a pan caliente, a agua limpia y a madera permanente.
       Son pocos, digo, y podemos dejar de vernos largo tiempo sin volvernos extraños. Cuando nos encontramos después de largos meses, ellos y yo sentimos como si hiciera apenas una hora de que no platicamos. Cuando nos vemos con frecuencia, siempre nos parece que hace mucho que no nos veíamos y el encuentro nos produce alegría.
       Nunca llegan a mi casa con las manos vacías: me llevan siempre el regalo de su visita. Llegan cargados de amor y buen ejemplo para mis hijos, de fraternal respeto para mi mujer. Ellos se alegran con mi alegría y se apenan de mis penas.
        Son pocos, digo, pocos.
       Conocen mis defectos y mis cualidades. Así los conozco yo también. No hay mentiras entre nosotros. Nos aceptamos comos somos: mutuamente distintos.
       Mi comida sabe mejor cuando la comparto con ellos. Y en el rincón del mundo en que alguno de estos amigos se encuentre sé que puedo hallar techo cordial, tierra firme, café caliente, bocado generoso, palabra reconfortante, mano abierta y fraterna.
      Gracias, amigos que dejaron de serlo, gracias a los que me hicieron mal, gracias a los que escupieron mi sombra, los que defraudaron mi confianza, los que mordieron mi nombre. Gracias porque se fueron. Gracias porque, contrariamente, me enseñaron a reconocer los amigos de verdad, esos pocos que tengo y que son tantos. Gracias otra vez, mil veces gracias.





Publicado por: Marvin Najarro
CT, USA.

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